Londres. Es primavera pero se sabe que para una uruguaya esa temperatura es invierno seguro.
Campera cerrada, guantes, bufanda y gorro. Ese gorro que en Montevideo no me da la nafta para usarlo, allá no me importa.
Londres, una de esas grandes ciudades donde nadie mira a nadie. El lugar ideal para un alma tímida. Te perdés en la multitud, sin posibilidad de cruzarte con conocidos. Te sentís casi como Scarlett Johansson en “Perdidos en Tokio”.
Para aprovechar el tiempo al máximo, decidí tomar el subterráneo, mi tipo de transporte favorito. Rutas claras, estaciones y trasbordos señalizados al detalle, mapas en cada entrada con todo el recorrido. El paraíso para alguien tan despistada como yo. Nacida sin sentido de orientación, sufrí años haber nacido mucho antes que google maps.
Bajé al subterráneo, “the tube” para los ingleses. Las escaleras mecánicas con sus avisos en los costados. La notable costumbre de mantenerse en la derecha si quieres ir tranquilo. En el lado izquierdo de la escalera mecánica van los que bajan o suben corriendo. Sin tiempo para perder. Y pobre del cristiano que se quede parado, estacado en el lado izquierdo. Si demora mucho en correrse creo que se lo llevarían en andas.
Los agentes de seguridad y la mugre bastante parecidas a muchos lugares. Los trenes notablemente más limpios y mantenidos, en relación con lo que sale el viaje. Caro.
Y eso de viajar bajo tierra, algo que no tenemos en casa, es transformador, interesante. La gente bajo esos focos blancos, caminando apurada para conseguir el tren, parecen ratas corriendo por los túneles. Ariscas y agresivas muchas veces.
Llegar a la plataforma. Los trenes pasan cada minuto y de todas maneras siempre hay abundante gente esperando. Me acomodo lejos del borde. Mis veinte años de vivir en Canelones al nivel de la tierra me han vuelto más conservadora. El vértigo no necesita más de un piso para sentirse en el estómago.
Se siente el viento desde el túnel. El tren se acerca. La gente se agolpa contra el borde. Después aparecen las luces del coche. Yo espero más alejada, eligiendo la puerta que tiene la probabilidad de tener menos gente.
Se abren las puertas y por los parlantes una voz británica femenina y dulce nos
recuerda “mind the gap between the train and the platform”. Reviso rápido el piso del tren para calcular mi paso. Pienso en cuántos accidentes habrán para que repitan en cada estación el audio con la advertencia.
Logro entrar. Por momentos cuando se cierra la puerta del coche y estamos todavía agolpados varios en la entrada, me viene a la memoria cuando me tomaba el 62 en el centro en la época en que era trolley eléctrico y se usaba la entrada trasera. Iba hasta las manos y quedábamos unos cuantos apretados en el hall de entrada con un único tubo de metal para sujetarse, o simplemente balancearse sostenidos por el resto de los pasajeros.
Salvando las diferencias y dándole un poco de glamour, la entrada al tren se sentía igual. La gente encimada y el tubo de metal en el centro del hall.
Miro a los lados. Todos los lugares llenos. Habrá que esperar varias paradas hasta que se libere un lugar. Sobretodo para descansar las piernas. Los viajes tienen esa habilidad de destruir y consumir toda la energía, en especial la de los pies. Después del segundo día ya duelen desde la mañana. Y hasta la noche se quejan del exceso de trabajo. Para la vida sedentaria que llevamos, les exigimos de un día para otro que caminen doce horas por día por lo menos.
Entonces esos minutos de subte sentada pueden aprovecharse. Después de Victoria Station se libera y me siento. Disimuladamente estudio la gente del coche. Está el oficinista impecable, salido de un aviso de Calvin Klein. La oficinista, vestido al cuerpo, maquillaje como para salir en la tele, y unos championes deportivos. La entiendo absolutamente: el subte, las escaleras, las corridas, no están hechas para zapatos de taco aguja. Algún veterano lee el periódico del subte que entregan gratis a la entrada. Dos niños vestidos de colegio juegan juntos con un celular. Un estudiante con pantalón claro al talón, zapatos sin medias y remera básica, va mensajeando con el celular. La señora mayor con el tapado de paño, sencillo. Varias mujeres de mediana edad vestidas formal.
No deja de sorprenderme cuánta gente en Londres parece familiar de Virginia Woolf. Delgadas, caras alargadas, piel blanca, casi rosada, ojos claros y grandes.
Busco entre los anuncios el mapa con las estaciones. Fijo la vista, me concentro en los nombres alineados y busco mi estación. Cada tanto confirmo no haberme pasado. No estoy segura si el miedo a pasarme es por la pereza de tener que recorrer la estación para tomarme el otro tren para volver, o es sólo un tema de orgullo.
Finalmente es mi bajada. Espero a que frene y me acerco a la salida. Somos varios. Salimos como tropilla cuando se abre la puerta. Directo a la escalera, como ganado. Los corredores, las escaleras mecánicas y la calle. La luz del sol, el aire de la
superficie, todo se disfruta.El viaje terminó, ahora habrá que planificar cómo llegar al puente de Londres.
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