Esquina vidriada. Las mesitas redondas afuera. Las sillas contra el vidrio,una pegada a la otra, como si la vereda fuera una gran pasarela. Encuentro lugar y me acomodo. Casi hombro con hombro con la parisina a mi lado, contemplo la vista del Boulevard St Germain des Prés. Podría ser la misma que contemplaba Albert Camus unos años atrás. Aunque dicen que prefería el Café de Flore, donde conseguir lugar afuera en las graderías es casi imposible.
Miro la lista. A pesar de mi nulo conocimiento de francés, decifro algunos elementos del menú. Los precios siempre dejan el infaltable café para poder disfrutar del lugar. Tres euros un pocillo. Un precio apenas superior a varios cafés montevideanos.
El mozo en su traje impecable trae la taza diminuta. La espuma del café oscura a la mitad. No hay que demorar en tomarla para que esté templado. No le agrego azúcar, eso lo enfría y lo deja dulce como almíbar.
Pruebo. Delicioso. Café recién hecho, temperatura perfecta. El aire de la ciudad recorre las mesas volando las servilletas sueltas. Las hojas de los plátanos decoran la vereda. Los parisinos tienen la suerte de disfrutar del hermoso verde de esos árboles sin las molestas felpillas que tenemos en Montevideo, grandes responsables de los ataques de alergia y conjuntivitis de los que caminan sin lentes en las tardes de viento de nuestra capital.
La conversación de las otras mesas son como música para mis oídos analfabetos. Qué lindo no entender nada de nada. No sé si es una charla de amigas, un lío de laburo, o un chisme liso y llano. Hermoso. La ignorancia es un don.
Extraño haber dejado de fumar hace tanto. Sentaría bien prender un cigarrillo para acompañar el café, sólo por glamour.
Contemplo la avenida. Los edificios parisinos con sus flores en los balcones, las tiendas finas y las brasseries del barrio latino. La cartelería y los clásicos kioscos verdes, como honguitos dispersos a lo largo de la ciudad. Me recuerda a Buenos Aires, con su Avenida de Mayo arbolada, salvando las diferencias...
Pago los tres euros y me preparo para irme, no sin antes guardarme en el bolso varias servilletas del lugar. Vieja costumbre de haberme criado en los ochenta. Años de coleccionar servilletas en una vieja caja de cartón de zapatos, además de la infaltable colección de sellos de las cartas que intercambiábamos con mi abuela mercedaria.
Pero eso es historia antigua. Ahora sólo se coleccionan likes y fotos en el perfil de instagram o facebook. Las palabras de las cartas de antaño se las lleva el viento o la fibra óptica de Antel.
La tarde está soleada. Dejo el cafecito y sigo mi camino. Cada cuadra es un cuadro. Los puestos de flores, las patisseries con sus vidrieras de revista y las estaciones de subte estilo Art Nouveau.
Me pierdo por las calles, sin rumbo, ansiando cruzarme con Amélie con su vestido rojo y su melena negra entre las angostas calles de la ciudad luz.
Comments