top of page

A CASA


Sábado de mañana.

El sol entra por la ventana del omnibus matando el frío de la hora.

El movimiento rítmico de la ruta y el murmullo de las conversaciones suenan como un arrorró.

Oliver deja que el sueño lo envuelva, y duerme entre los avisos de las estaciones que se mezclan con las pesadillas del sueño liviano.

Anuncian su estación.

Se levanta del asiento como disparado por un resorte, y vuela a la puerta cercana.

Son muchos los que bajan con él. Es el día de volver a casa. Llevar alguna ropa para lavar y comer comida casera.

Momento de reencontrarse con su familia, sus hermanas, su madre… con su vida antes de la Universidad.

Su cuarto intocado todo ese largo mes lo espera. Sus juguetes sucios en la estantería de madera descansan eternos junto a sus ejemplares de Tolkien, Bradbury y Verne.

Su vida en pausa, casi como si fuera una vieja película. Cuando sus días pasaban en esa casa, y sus noches en esa cama.

Tiempos felices, de escuela diurna y jardín del fondo para jugar hasta tarde.

El beso de mamá de buenas noches y el vaso de agua en la mesa de luz.

El ruido de la casa.

La música de sus hermanas en las noches y el secador de pelo de su madre en las mañanas.

El olor del café, los perfumes, todo se extraña.

Hasta añora las peleas por el turno del baño.

Está terminando su primer año y todavía le invade una especie de desamparo cada vez que termina su domingo de familia, y debe volver a la capital.

No era fácil sobrevivir a esa vivencia de ser parte de un gran puzle gigante, donde sólo eres una pieza más de un cielo celeste, donde no hay siquiera nubes que te destaquen.

El omnibus frena y Oliver salta a la vereda. Siente la pesada mochila al apoyarse.

La ropa sucia y mal guardada lo tira hacia atrás desafiando su espalda.

Camina entre la gente.

El aroma de su pueblo le anuncia que ya está en casa. El sol de la mañana lo ciega, y el verde de los árboles de la calle brilla al ritmo de las hojas movedizas.

Camina calle abajo cinco cuadras hasta llegar a su casa.

Se agacha y abre la pequeña reja que separa la calle de la entrada al porche.

Sube los cuatro escalones saltando y toca el timbre, mientras busca las llaves en el bolsillo del bolso. No las tiene, otra vez olvidó llevarlas.

Parado contra la puerta blanca, con su cuerpo flaco y encorvado de crecer de golpe, pone sus manos en los bolsillos y espera.

En su silencio escucha los ruidos de la casa.

Siente los pasos en la escalera, seguramente de su hermana menor por los pies descalzos que vuelan en la madera lustrada.

Escucha la corrida hasta la puerta.

—Hola Oliver —le dice su hermana Laura de ocho años, colgándose del cuello para darle un beso en la mejilla.

—Hola linda —le contesta Oliver abrazándola por la cintura delgada.

—Ya llegó —grita Laura corriendo hacia la cocina al fondo.

Desde la entrada escucha las voces de su madre y su hermana Juana de doce años.

El living luminoso y claro recibe el sol de la mañana, y el olor a vainilla se cuela con el aroma de la carne cocinándose para el almuerzo.

Oliver siente que sus ojos se llenan de lágrimas y la boca del estómago se le aprieta. Estaba en casa. Su niño de seis años de las manos sucias y las rodillas rotas le alcanzaba ese día.

Reprime el deseo de correr a la cocina a darle a su madre un abrazo apretado como en los años de escuela.

Ya no era ese pequeño de seis años, ya medía casi un metro ochenta y se afeitaba día por medio.

Su voz no era dulce y clara como antes, y la cara de ángel se le había cambiado por el proyecto de adolescente de ojos claros, que sería un lindo joven cuando sus hormonas le dieran un descanso.

Apoya la mochila en el sillón del living y escucha los pasos que venían del fondo.

—Hola Oliver —le dice su madre caminando hacia él.

—Hola mamá —le contesta dándole un beso en la mejilla.

—Qué grande que estás, hasta parece que creciste más este mes —le dice su madre sonriéndole.

—Puede ser —dice él.

—Lávate las manos y vení a la cocina que la comida está casi pronta —dice ella volviendo sobre sus pasos hacia el fondo.

—Hola —le dice Juana su hermana de doce dándole un beso.

Oliver obediente pasa por el baño y se lava las manos.

Después camina por el largo corredor hacia la cocina en el fondo.

Abre la puerta y la luz del patio le devuelve ese lugar familiar, como regalo para sus ojos.

La mesada de mármol y la cocina antigua se enfrentaban con la mesa larga de madera lustrada y oscura contra el ventanal.

Afuera el verde del césped cortado y los rosales blancos florecidos saludaban alegremente la mañana de primavera.

Su madre terminaba de cortar la ensalada mientras Juana ponía la mesa.

Laura bailaba su ballet girando en puntas de pie entre ellas, tarareando una canción con sus manos juntas sobre su cabeza, como una bailarina salida de una caja de música.

Oliver sonríe contento. Tiene todo el fin de semana para disfrutar.

 

El Domingo después de los ravioles es el momento del beso de despedida.

El abrazo y la ropa limpia llenan su retorno, junto con la torta de chocolate infaltable de su madre.

El camino a la estación costará calle arriba con el estómago lleno y el letargo de la tarde. Después el omnibus lleno hasta destino.

Ya en la capital, caminar diez cuadras hasta la pensión en Constituyente. Esa noche como tantas, cenar y preparar la ropa para el otro día.

Al acostarse boca arriba Oliver mira el techo alto por un momento y cierra los ojos.

Su niño de seis años sueña con el beso mojado de su madre después de leer el cuento en una calurosa noche de verano.

Una pequeña lágrima cae en la almohada. Oliver ya está dormido.


FIN

Entradas recientes

Ver todo

1 Comment


alifal
Sep 07, 2019

Me encantó! Muchas gracias!!!

Like
bottom of page