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SAN VALENTÍN



Tarde de lluvia.

Mariela corre por el empedrado de la ciudad vieja. Los tacos número diez y el trajecito estrecho le hacen avanzar con pasitos de joven japonesa hacia la parada del ómnibus. De lejos ve que el 121 está llegando.

El paraguas ya maltrecho salva el peinado de peluquería de la mañana.

Sube y se sienta en el asiento de los bobos.

Su chaqueta mojada, el paraguas junto a los pies y la cartera acharolada goteando sobre su falda.

Su cabello largo, negro azabache y sus ojos marrones delineados bajo las cejas finas y depiladas.

Él la vió subir. Sirena de piernas largas bajo las medias de nylon, paraguas floreado y sonrisa de dientes blancos y pocitos en las mejillas.

Para su sorpresa se sentó frente a él. Ella altísima, con sus zapatos altos decorados con moñas en los talones.

Las manos cuidadas, uñas rojo fuego y llenas de anillos.

Pulseras variadas y collar con un corazón sobre el escote que se esconde bajo la blusa de seda beige y los botones dorados.

El ómnibus dobló en Colón y el tránsito lo detuvo por unos minutos.

Ella mira su celular y se muerde el labio. Es tarde. Todavía debe llegar a su casa, cambiarse y esperarlo. Tienen mesa con velas en el restaurante de la rambla. Ella le dará el último libro de John Le Carré que él espera. Su novio le dará su perfume favorito. Ella ya lo sabe porque vio la boleta de San Roque entre los papeles que se acumulan en su billetera.

El ómnibus avanza lento.

Él desde su asiento la mira. Ella escribiendo en su Whatsapp sonríe sola.

Está más linda que nunca. Él siente envidia por el interlocutor de ese chat. Piensa en cuánto le falta para poder salir con alguien así. Ella ni siquiera se fijó en su presencia.

Es San Valentín y él no tiene ni una conversación para seguir. Su mejor amigo le clavó el visto antes de entrar en Veinticinco de Mayo.

En cada parada sube más gente. Le queda poco tiempo antes de que el corredor se llene de gente y pierda el contacto visual con ella.

Tiene una idea, si, una idea genial.

Levanta los brazos, como desperezándose. Nada, ni una mirada.

Sólo de la vieja del primer asiento que lo mira con una mezcla de sorpresa y enojo. Casi como su maestra de segundo cuando lo dejaba sin recreo.

No funcionó. No importa, ideas se le caen a cada rato.

En el semáforo de Río Negro empieza a toser. Tose fuerte, forzado. Vuelve a toser. Una tos seca y sonora en un silencio imprevisto en la radio del conductor.

Ella levanta la vista sorprendida. Lo mira y le sonríe.

Él le devuelve la sonrisa feliz. Ahora sólo debe ver cómo pedirle el teléfono.

Ella se incorpora y se dirige a la puerta. Antes de bajar lo mira con mirada cariñosa.

Él le sonríe y la saluda con su mano.

Ella baja y abre su paraguas corriendo entre los charcos. Tiene media hora para aprontarse y no perder la reserva.

Él por la ventana la sigue con la mirada por la calle mojada.

Vuelve la vista al ómnibus.

Su cara sonrosada y sus pelos revueltos.

Sus ocho años desbordan en su sonrisa de dientes de leche y su short de polyester. Sus piernas cortas bailan de alegría rozando con sus chancletas el piso mojado y sucio del 121.

Su sirena lo había abandonado en ese barco pero la marea quizás los volvería a cruzar entre el puerto y la Plaza Independencia.


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