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RAQUEL



Dos de la mañana. La luz blanca de la bombita de 75 watts rebota en las paredes blancas del dormitorio.

La cama de una plaza contra la pared. El cubrecamas floreado fucsia y rosa suave estirado de punta a punta.

La mesa de luz austera con la veladora beige y las pantuflas blancas gastadas descansando sobre el único estante.

Bajo la ventana que da a la avenida del centro, un escritorio largo de cármica blanca sostiene una impresora y una computadora con pantalla plana.

La persiana baja. Sobre el vidrio se refleja la silueta de Raquel que está sentada en el escritorio.

Sus dedos se mueven rápidamente sobre el teclado de la computadora y sus ojos siguen sus propias palabras escritas como pequeños esclavos.

Raquel con sus sesenta y dos años y su jubilación de profesora de inglés, pasa sus noches de insomnio frente a la máquina.

Su melenita teñida de colorado y la raya al medio rigurosa con las infaltables horquillas a los lados le daba un toque original, digno de personaje de una película infantil. Las caravanas de plata regalo de los alumnos. De cuando todavía no estaba cansada y los rezongaba desde que entraba hasta que salía.

Su cuerpo sin ser gordo, no era atlético.

Su apariencia de mujer mayor que tiene desde sus años de profesora, le hacen una mujer sin edad, vieja para los niños y señora para sus vecinos.

En el barrio no es muy querida. Ella lo sabe. Los niños y sus gritos le fastidian. Y las vecinas con sus charlas interminables, mejor cortarlas rápido. Ella es una mujer ocupada. Prefiere mirar el techo que chusmear con las vecinas.

Además, ella no necesita a nadie. Sus hermanas también habían terminado siendo un fastidio. Pelearse con ellas había sido liberador. Al final sólo querían hablarle para ver si hacía el testamento a favor de sus sobrinos, siempre interesadas.

Igual ella no tenía intención de morirse, y si le tocaba, que fuera todo al estado, no le importaba. Sus sobrinos que aprendieran a ganarse la vida como ella.

Raquel no tiene muchas vueltas. Le gustan las rutinas y las cosas simples.

Cada día se despierta a las diez y media y se prepara el té con leche. Después salir a caminar y preparar el almuerzo, que en general es alguna tortilla o una polenta.

La siesta obligada y el té de las seis de la tarde la llevan sin querer a la noche nuevamente.

La temida noche interminable. Ya hace años que no logra dormirse antes de las cuatro.

Ahora ya no se angustia ni se pone nerviosa, lo toma como un regalo que viene con la edad, las horas de insomnio.

El tiempo contratiempo.

Mientras todos duermen ella escucha el sonido de la noche, los gatos, las peleas callejeras y los taxis libres que buscan pasaje.

Ya no siente la angustia de querer estar acompañada. Eso había quedado en la juventud. Ahora prefería estar consigo misma, sin máscaras, ni pretensiones, sólo ella y su imagen del espejo.

Gracias a su estado de jubilada había hecho unos cursos gratis de manejo de internet y Photoshop.

Eso cambió sus insomnios. Ahora al llegar la hora fatídica en que la ciudad se duerme y se apagan todas las teles y las luces del barrio, ella prende la computadora y comienza su tarea nocturna.

Raquel reconoce que le gusta tener rutinas y cumplirlas, y que muchas veces se convierten en pequeñas obsesiones.

Como cuando se obsesionó con secar las gotas que quedaban en la pileta de la cocina. Simplemente no podía tolerarlo, y por épocas enteras volvió a la cocina para repasar con el trapo sobre la pileta ya seca.

O cuando tendía dos veces la cama, de cero, como corrigiendo los pequeños pliegues de la sábana barata y estirada.

Ni siquiera su madre en su momento más autoritario había sido tan estricta como lo era ella ahora de vieja.

Simplemente no lo podía evitar, su cerebro necesitaba hacer algunas cosas de forma repetitiva, afirmar las cosas, como si desconfiara de sí misma.

Nunca se lo había contado a nadie, sólo una vez esbozó contarle a su doctora y ésta simplemente le recomendó buscarse un hobby.

Un poco le había molestado el comentario de la doctora, pero entonces fue que empezó a averiguar y se inscribió en los cursos.

Ya no secaba la pileta ni hacía dos veces la cama.

Ahora el músico Michael Jackson era su nueva obsesión.

Todos las semanas Raquel confeccionaba dos o tres pequeños posts con fotos del músico, algunos fondos de color y frases. Pequeños collages que hacía por diversión en una especie de ofrenda al Dios de internet.

Ella no tenía gran motricidad fina y con su simple curso de Photoshop y sus noches dedicadas, lograba un resultado sólo bueno para sus ojos de fanática.

A veces prefería ni leer los comentarios que le ponían en sus posteos, muchos eran los que le criticaban sus precarias habilidades.

Algunos solamente se dedicaban a criticar otros mensajes como parte de un bullying cibernético, escudadas en el anonimato y la agresión fácil.

Eso le molestaba bastante. No es que tuviera muchos seguidores, y de hecho no conocía personalmente a ninguno. Principalmente eran mujeres como ella con su pequeña obsesión.

Esa noche se le había ido la mano.

Entre posteos los primeros rayos del nuevo día ya asomaban entre las tablas de la pesada persiana de madera de su cuarto.

Los pájaros empezaban a cantar como cada mañana.

Raquel ya cansada, se recuesta vestida sobre el cubrecama de flores fucsias.

No tiene ganas de ponerse el pijama y ya no está su madre para exigírselo. Siente que los ojos se le cierran y el sueño va llegando, eso la pone contenta.

Mientras se duerme escucha de fondo el basurero en su recorrida diaria con su golpeteo de contenedores contra la calle.

Siente un pequeño dolor en el pecho. “Ya pasará”, piensa. No tiene el teléfono cerca, tampoco sabría a quién llamar. “Ya pasará”.

Finalmente el sueño la vence.

—Buenos días —dice el jefe de bomberos.

—Buenos días oficial —dice María, la vecina de la planta baja.

María ochenta años, encorvada, solía hacer guardia en la ventana para controlar los movimientos del edificio.

—Ustedes llamaron?—dice el bombero.

—Si si, es en el cuarto piso. La policía está allí —dice la viejita, abriendoles la pesada puerta de entrada del edificio.

Juan el jefe de bombero y Esteban, asistente, suben los cuatro pisos.

El olor es nauseabundo.

En la puerta del apartamento 402 dos policías y varios curiosos los esperan.

—Llegaron, qué suerte! —dice Rosario.

Rosario, setenta años, delgada y ágil, con gran gusto por hablar de más.

—Buenos días, necesitamos espacio para trabajar —dice Juan—. Cuánto hace que no ven a la persona que vive aquí?

—No recuerdo...es que sabe que era tan antipática que la gente la evitaba. Siempre con el comentario ácido, la cara de culo...

Juan la mira y hace un gesto para empezar a trabajar. Sabía que igual iba a seguir hablando.

—Usted sabe que era tan amargada que se había peleado hasta con todos sus familiares. Creo que igual les hizo un favor…

—Ay Rosario, no hables así… capaz que está con Dios y vos hablando así —dice María, que rápidamente ya estaba en el cuarto piso para no perder detalle.

—Y bueno, es la verdad...

Tiran abajo la puerta.

En el acolchado de flores yace Raquel, inflada como una ballena y verde.

Su computadora todavía prendida, y como fondo de pantalla, Michael Jackson sonriendo.


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