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NANCY



La casa está vacía. Como siempre. Afuera en el patio los pájaros entonan un concierto primaveral que se cuela por la ventana abierta del comedor.

La casa silenciosa y fría respira en el viejo sillón del living. Nancy sentada mira desde allí el patio verde a través del ventanal limpio.

Afuera el sol quema las alegrías en el mediodía furioso y la baldosa refleja los rayos incandescentes del sol.

Ella está muy cansada como para salir, prefiere el sillón cómodo y el fresco de la casa cerrada.

Los muebles antiguos y de estilo como la dueña, descansan en el polvo de la calle que nadie sacude desde hace años.

Nancy se calza los lentes y mira unas viejas cartas, amarillas y dobladas en cuatro que descansan en un sobre roto con el sello del correo todavía decorando el envoltorio.

Las abre y lee la primer hoja.

La letra esmeradamente escrita con estilo, la tinta marcando los comienzos de las mayúsculas regordetas y de bordes estilizados, como si fueran bailarinas en la línea de letras danzantes.

Luego toma la segunda hoja. El ruido del papel viejo suena casi como papel de panadería, frágil y rígido.

Los lentes de Nancy, antiguos y sucios dejan ver sus ojos emocionados y se dibuja una sonrisa en sus labios finos.

Las lágrimas corren por su mejilla mientras el pasado y sus fantasmas visitan ese viejo living nuevamente antes de volver a respirar tierra nuevamente.

Tocan el timbre.

—Ya voy —dice Nancy y guarda las cartas cuidadosamente en el viejo sobre.

Se para con dificultad y guarda en el cajón del aparador del comedor el sobre bajo llave.

Después camina lentamente hasta la puerta de la casa. Sus ochenta y dos años no le dejan andar más rápido, sus largas y huesudas piernas bailan bajo una pollera bajo la rodilla marrón de paño. La espalda apenas encorvada y el buzo de cashmire beige combinan con su pelo corto y blanco y su cara sin maquillaje.

Sus caravanas de perlas de cultivo brillan con sus ojos claros y llorosos bajo los lentes gruesos.

Abre la puerta tras los insistentes timbres.

—Hola abuela —dice una niña de diez años que se le cuelga del cuello bajándola un poco para darle un sonoro beso en la mejilla.

—Cuidado con la abuela — dice el padre de la niña y agrega— Hola mamá.

Es Joaquín, su hijo y Mariana su nieta.

—Hola queridos —dice Nancy mientras abraza a su nieta con fuerza y besa en la mejilla a su hijo que ya es un hombre grande.

—Te dejo a Mariana por la tarde como arreglamos el otro día. Después de noche paso por ella, puede ser?

—Claro hijo, ve tranquilo que nosotras nos arreglamos —dice Nancy mientras le hace una guiñada a su nieta.

Mariana sonríe con sus dientes nuevos y sus pequeñas ventilaciones en la dentadura de recambio.

Joaquín sale de la casa cerrando la puerta tras de sí.

—Ya comiste? —le pregunta Nancy.

—Si —dice Mariana paseando su dedo índice por el borde del aparador del living divertida por las formas que aparecen bajo el polvo blanco y quieto del mueble.

—Bueno, entonces acompáñame al patio. Veremos si no hay que podar alguna de mis plantas.

—Genial —dice Mariana y corre casi bailando hasta la puerta del patio.

Nancy la ve salir y bajar los pequeños escalones hasta el patio soleado.

Su nieta delgada y estilizada lleva un cabello largo y rubio que le llega casi a la cintura. Lleva puesto un corto vestido y unas balerinas bajo sus largas y flacas piernas.

Camina casi bailando y Nancy no puede evitar emocionarse. Le recuerda tanto a su propia infancia. Ella flaca y ágil, bailando y corriendo en todo momento. En ese mismo patio había pasado tantos veranos, tantos inviernos bailando entre las alegrías y el jazmín del país que todavía vive agazapado en el muro de ladrillo del fondo.

Ella y sus hermanas, todas bailando en la baldosa caliente todavía en las nochecitas cálidas para divertir a sus padres mientras las frutillas se calentaban en la mesa de postres bajo la lámpara.

Nancy sale al patio con ese recuerdo vivo en su memoria. Casi está viendo la imagen del pasado con ella.

Afuera el sol la encandila y luego de un rato sólo ve la sonrisa de su nieta llena de sonoras carcajadas que canta en la tarde de sábado en el patio vacío.

La tarde vuela entre las podas y algunas tierras removidas. Después regar y regar las plantas, igual hasta ahogarlas si es por la diversión de ver el agua correr.

Sentir el olor de la tierra mojada y el aroma de las flores que en la tarde dejan salir el aroma dulzón para atraer a las abejas del barrio.

El té de las cinco en la mesa bajo el tilo pasó volando entre los scones caseros y el azúcar derramada. Las viejas tasas de porcelana bailaban en su día de fiesta, después volverían al armario solitario y silencioso para seguir su condena bajo llave.

La nochecita se apareció con el timbre de la calle. Después vinieron los besos y los abrazos.

—Nos vemos abuela, te quiero — le dijo con un beso mojado Mariana a su abuela mientras su padre ya la esperaba adentro del auto encendido.

—Yo también querida —le contestó Nancy y la vio correr hasta el auto bailando entre las baldosas viejas y flojas de la vereda.

Con una sonrisa y un gesto con la mano extendida saludó a su hijo que le devolvió el saludo mientras emprendía su camino calle abajo en el auto gris.

Nancy entró y cerró la puerta. El silencio de su casa la recibió nuevamente. El patio ya oscuro dormía.

Se encaminó hacia su cuarto y abrió el viejo ropero de época. Estiró su mano entre los sacos colgados hasta llegar al final de las perchas. Al fondo, detrás de su vestido de novia viejo y empercudido, tomó una pequeña percha con funda de nylon.

Se sienta sobre la cama y con cuidado quita el envoltorio para dejar el traje guardado tanto tiempo como tesoro.

Detrás del nylon gris y polvoriento sale reluciente un traje de bailarina de ballet rosa claro, con un tutu rosa fuerte y brillante.

En los hombros pequeños bordados de lentejuelas transparentes le dan un brillo especial al traje.

Llevaba tantos inviernos guardados que ya no los podía ni contar.

Nancy mira el traje y pasando sus huesudos y flacos dedos por la tela cierra los ojos y sonríe mientras su memoria recuerda.

Era ella en ese hermoso traje rosa, el pelo peinado hacia atrás con gel y un moño apretado tras las orejas.

Las medias color piel y las zapatillas blancas de ballet.

Su maquillaje y su ilusión.

Ella girando y girando en el ensayo de la gran función. Era el teatro Solís. Decían que vendrían buscadores de talentos, representantes del teatro Colón de Buenos Aires también.

Ella giraba y giraba mientras soñaba con sus dieciocho abriles en su gran momento. Su función especial. Ella siendo la bailarina principal.

Después vino el espectáculo, las luces, los aplausos, las mariposas en el estómago y los nervios.

Sus piernas temblaban mientras saludaban al público y el telón bajaba.

El ómnibus después la llevó a su casa y todos dormían ya.

Sacó sus zapatos y entró descalza hasta su cuarto. Colgó su traje rosa en el ropero y esa noche soñó que bailaba una y otra, y otra vez.

Los días pasaron y la carta llegó. La convocaban a bailar en el teatro Colón. Eran tres meses a prueba, y debía mudarse a Buenos Aires.

Su padre puso el grito en el cielo. Ella estaba ya comprometida con el hijo de los Domínguez. La boda estaba agendada para el siguiente verano.

“Déjate de todas esas bobadas del ballet”, le decía gritando desde su imponente figura de casi dos metros y cien quilos con su mirada penetrante y su whisky servido en el mediodía del domingo.

Los días pasaban y Nancy ya no quería discutir más. Su madre, criada en cuna de oro para jugar cartas y fumar cigarrillos largos, no sabía criar hijos. Para eso y para cocinar estaba el ejército de empleadas de uniforme que llenaban la casa. Ella era como un adorno más y nunca supo cómo ayudar a su hija. La quería pero no conectaban. No entendía los sueños de su hija, le parecían bobadas de niña, un juego más en la preparación para ser mujer.

Como si ser mujer fuera un título que se recibiera al ser entregada a otro hombre, no por el hecho de haber nacido como tal y elegir su propio destino.

No se usaba eso. Eran pocas las valientes que iban a la universidad, o terminaban un oficio.

Una noche luego de dos meses de recibir la carta, Nancy lo decidió.

A las dos de la mañana cuando todos dormían hizo su bolso, tomó también su vestido y los ahorros que tenía en su primer cajón.

Caminó hasta el living y abrió la puerta con cuidado mientras en la otra mano sostenía sus zapatos que no se había puesto para no hacer ruido.

Afuera llovía. Quedó parada sobre el pequeño zaguán de la casa mirando llover.

El barco salía en una hora desde el puerto.

Una hora y su vida cambiaría.

Suspiró pensando en su padre. Seguramente no podría regresar a casa. Su compromiso se cancelaría y su padre no se lo perdonaría.

Nadie osaba contradecirlo, él era la ley en esa casa.

Sería difícil ver a sus hermanas pequeñas y su madre seguro lloraría cada vez que la viera, y quizás le mandaría algún billete que ahorrara.

Y ella cumpliría su sueño, aunque muriera de hambre.

Eso pensaba pero en realidad nunca había sabido lo que era pasar hambre, hambre de verdad. Todos sus días habían estado poblados de platos servidos en la mesa y ropa de abrigo en la cama.

La lluvia no amainaba y el viento levantaba su vestido claro. Hacía frío y sus piernas ya mojadas por la lluvia temblaban.

Mientras miraba llover mordía su labio de abajo. Un taxi pasó por la calle desierta y Nancy levantó su delgado brazo llamándolo con una pequeña corrida bajo la lluvia hasta la vereda.

El coche frenó y la llevó al puerto.

Allí la espera de una hora se fue en los trámites de la aduana.

El barco ya estaba pronto para partir. Nancy sintió en el estómago el dolor de tomar la decisión sola. Nadie la esperaba en Buenos Aires. Era ella y el ballet, y su traje rosa.

No podía. Ella no era tan valiente, seguramente no aguantaría quedarse lejos sin dinero sólo buscando un sueño.

No aguantaría. Sería demasiado. Perder todo, sus hermanas, su casa, su familia y el calor de la estufa a leña en las tardes de cartas.

Quién se casaría con ella sin una dote? Sería la esposa de don nadie que se fue en busca de un sueño. Quizás ni quedara en el teatro Colón, con todas las chicas que querían quedar después de los tres meses.

Perdía demasiado en ese viaje en barco de todo lo que había tenido en toda su vida.

Volvió sobre sus pasos y con un taxi volvió a su casa bajo la lluvia.

Empapada dejó su ropa en el baño, se puso el pijama de franela. Después se acostó en su cama abrigada y con sábanas limpias y durmió.

La vida se encargó de regalarle muchas bendiciones, un esposo bueno y dos hijos sanos. Una vida sin sobresaltos ni privaciones.

Sus sueños de juventud los enterró junto a su traje rosa, en el fondo del ropero antiguo bajo la funda de nylon vieja.


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