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MIGUEL - primera parte



Suena el celular al ritmo de ACDC. La cama sigue quieta sin movimiento. El celular vibrando se acerca al borde de la mesa de luz y cae sobre la moquette marrón que amortigua el golpe. Sigue sonando la música desde el piso. Bajo las sábanas oscuras y el acolchado gris una figura se mueve y estira la mano tanteando el celular en el piso. Lo toma y apaga el despertador. Ya son las ocho y media. A las nueve tiene una Call por Skype y por lo menos tiene que hacerse un café antes y lavarse la cara. Se sienta en la cama. Su remera negra sudada se pega en su barriga, que se hace presente y se sostiene sobre sus piernas. Los pies desnudos de uñas largas y sucias se apoyan y se incorpora rápidamente. El cuarto en penumbra y desordenado le da los buenos días al son del ruido de la ciudad. Camina hasta el baño y sus pelos castaños despeinados junto con su barba de dos días lo saludan desde el espejo. Miguel se lava la cara mientras piensa en que por suerte es jueves y falta sólo un día para el viernes. El mejor día de la semana. Prende la cafetera y lava la taza que tiene el azúcar pegada del día anterior para volver a llenarla. Mientras se cuela el café corre las cortinas del living y abre la MacPro. Se cambia la remera negra y manotea un jean del sillón contra la ventana. Con café en una mano y celular en la otra se instala. El Skype suena insistente y la jornada de trabajo comienza para Miguel. Primero los saludos de cortesía y las charlas de rigor para después dejar pasar a las verdaderas charlas, los pendientes y los cumplidos. Nada de video, sólo llamada de voz prefiere Miguel a menos que sea necesario. Su casa y su aspecto personal prefieren quedar en la intimidad del hogar. No es que para él sea especialmente importante la imagen, su trabajo bien hecho es su tarjeta de presentación, el resto es humo, papeles de colores que se esfuman en la primer Deadline sin cumplir. Clientes no le faltan en un país que no se caracteriza por tener mucha gente que haga el trabajo en tiempo y forma. Saber trabajar bien es su destaque. Sin grandes misterios ni fórmulas mágicas. La reunión sale bien. En general siempre salen bien, a pesar de que él no es muy amigo del contacto humano, prefiere a las máquinas. Son mucho más confiables y leales, y no saben mentir, por ahora… A pesar de su alergia a los seres humanos ha logrado interactuar para poder mantener su negocio de programar desde su casa. Desde su gastado sillón de imitación cuero dirige su empresa, habla con sus clientes, y hasta cobra y paga sus cuentas sin salir de su casa. El living es su ambiente favorito, con un gran ventanal en el sexto piso con vista a la ciudad. El sillón negro y la televisión plasma de cuarenta y nueve pulgadas acompañan una mesa ratona de vidrio. Sucia y opaca sostiene los controles del Play 4 y algunas cajas de juegos. Un grupo de hormigas se terminan unas migas sobre un plato blanco que descansa en la mesa desde hace varios días. Miguel no se preocupa mucho por el orden porque casi nunca viene nadie. Si tiene que verse con alguien arregla para el café “La Santa” que le queda a media cuadra. El celular suena una vez. Es el Twitter. “@sss111 ahora te está siguiendo”. Miguel mira el celular y se termina el café helado de la taza mientras desbloquea el teléfono. Revisa el Twitter rápido. Mucho tuit basura, sin valor. Algunas cosas interesantes que algún día leerá, seguramente cuando vaya al baño. Y ahí está. El único tuit que le interesaba: Tom Ronald, el increíble dibujante de comics, publicó un nuevo dibujo. Increíble, piensa Miguel mientras hace zoom en su IPhone para apreciarlo. Se guarda la imagen y lo pone de fondo de pantalla, luego de darle Me Gusta y RT. Es un clásico diario, casi su única expectativa de algo nuevo en la jornada. Su pequeño milagro. A veces era cada día, una vez por semana o a veces pasaba semanas sin publicar. “Claro, es un hombre tan famoso que no siempre puede”, piensa Miguel. Su admiración data de muchos años atrás. Antes de internet, de Youtube y los tutoriales de dibujo. Mucho antes. En esos tiempos conseguir ver un dibujo de él era casi una odisea. Pasaban meses o años para conseguir las publicaciones, las imágenes. Ahora todo era tan rápido, tan instantáneo que él veía la foto del dibujo que muchas veces hasta brillaba de más por la tinta sin secar. La maravilla del mundo actual. Todo en el momento. Ver ese dibujo recién terminado era casi como recibir el aliento, la respiración por la fibra óptica, en ceros y unos. Y ahí estaba Miguel, en el fin del mundo literalmente, mirando ese espectacular dibujo en su casa, en su viejo sillón gastado y en su casa desarreglada. Ese era el milagro. La ventana del mundo real. Todos necesitan tener algo que los mantenga vivos. A veces es la inercia, o la costumbre de respirar cada vez. Pero algunos tienen eso que les gusta, que les apasiona, esa actividad o ese arte que los llena. Para Miguel ver esos dibujos y esperar el próximo era su razón de vivir. El resto era un bodrio. Programar aburridos sistemas de gestión empresarial y consumir interminables cantidad de cigarrillos y café negro tamizado con la pizza del Venecia. Ah sí, esos dibujos le encantaban. Hasta había probado copiarlos pero le habían quedado tan mal que había optado por disfrutar del arte ajeno, sin malas imitaciones. “Con talento se nace…” pensaba. Un poco tenía razón, el talento natural ayuda, pero él tampoco había tenido la paciencia y la disciplina para darle la oportunidad al oficio de dibujar. Todo lleva tiempo, no todo es instantáneo como el buscador de google. Para desarrollar una actividad hay que regalarle tiempo y dedicación, dos cosas que la ansiedad de Miguel no podían concebir juntas. Ansiedad por resultados, ese era su problema. Enseguida quería los resultados. Como si cada actividad o la vida misma fuera un programa a testear y verificar en cada momento.

En su vida había buscado esa aprobación, ese “0 error”, ese “OK” gigante en cada gesto paterno.

Quizás ese oficio de programar era su manera de conseguir esa respuesta rápido, aunque viniera en mensajes de compiladores y generadores digitales. En su vida había buscado esa aprobación, ese “0 error”, ese “OK” gigante en cada gesto paterno. Quizás ese oficio de programar era su manera de conseguir esa respuesta rápido, aunque viniera en mensajes de compiladores y generadores digitales.


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