La puerta se abre. Él entra con sus botas sucias de la calle y su cansancio pegado en su andar lento. El cuarto con las veladoras prendidas y el grueso acolchado verde lo recibe en silencio. El agua se escucha caer desde el baño y un halo de luz blanca y limpia sale con el sonido por la puerta entornada. Se sienta al borde de la cama y se saca las botas; deja sobre ellas las medias húmedas y sucias. Ella escucha el ruido mientras cepilla sus dientes y mira hacia el cuarto para verlo ya descalzo acomodando las sucias botas junto al ropero. Él se saca el pantalón y lo apoya a los pies de la cama y desabrocha los botones de su blanca camisa mientras mira la puerta del baño entornada. El agua ya no corre y ella aún no sale. Ella se seca la cara mientras busca su mirada en el espejo. Sus años se le vienen encima y le pesan como cien, la vida le pesa en cada línea que se dibuja en su rostro. Sabe lo que le espera al salir, lo sabe de memoria y sabe también que esta será otra noche como tantas. Vuelve a mirarse y los años vuelan para dejarla niña otra vez. Es el primer día de escuela y su madre golpea la puerta sin cesar para convencerla de salir. El redondo pestillo se resiste pero cede ante la llave materna que la deja sin barreras. Del brazo la lleva corriendo escaleras abajo hacia la camioneta escolar que espera impaciente. Ahora no es la mamá ni la llave, ni hay una camioneta esperando. Ni siquiera hay nadie golpeando la puerta. Es sólo ella que está congelando ese segundo, como si quisiera que se extendiera por siempre. Esa noche tampoco había podido hacerlo. Todavía recuerda las palabras de su madre claras en su cabeza, “Dios es el que da la vida y también es el que la quita”. Ella sabía que era así y no quería desafiar a Dios, pero ya había estado tan cerca de que se la quitaran y definitivamente su esposo no era Dios. Y tampoco lo que estaba viviendo era vida. Por lo menos no era la vida que le habían prometido en el altar, donde todavía los príncipes son azules y los vestidos blancos como la nieve. Busca por última vez su mirada en el espejo y lo decide. Esa será su última noche. Lo dice como cada noche pero siente que esta vez sí lo podrá hacer. En la mañana llamará a ese teléfono que le dieron en el hospital. Ella no necesita que la rescaten, ella se rescatará. Lo hará por todo el amor que no recibió y por todos los niños que no acunó. Porque sabe bien en el fondo de su corazón que ese espejo no la mirará por siempre, ella tendrá que salir del baño. Su camisón celeste y largo cubre su cuerpo que no para de temblar. Sus pies descalzos, helados sobre la baldosa blanca y fría, danzan como bailarinas. Él abre la puerta y la mira. El miedo se viste de indiferencia y en el silencio del cuarto sólo se escucha las gotas de agua que llueven sobre la ventana.