Diciembre. Fiesta de fin de cursos. El gimnasio de la escuela.
La profesora de canto, hábil pianista, hace rebotar las gastadas teclas del piano de la escuela. El pelo desarreglado y cuarenta años, que para nosotros los niños eran como noventa.
El himno nacional.
La larga fila de niños cantando mientras por las puertas abiertas de par en par entra el aire de la primavera y se cuela el sonido de los paraísos que se abanican con el viento del sur.
La túnica nueva, estrenada para la fiesta, que mi madre nos compraba un talle más grande para que sirviera hasta la siguiente fiesta de fin de año.
El short corto debajo y las sandalias ya sucias del piso de tierra. Las dos colitas tirantes a los lados.
El papel arrugado en la mano con el texto a recitar cuando la maestra, desde sus lentes gruesos, haga la seña.
Después del himno nacional el himno brasilero. La escuela Brasil, el piso de madera gastado y el techo alto.
Llega el momento. Pasamos al frente. Somos cuatro. Sentimos las miradas de todos los niños. Desde los más pequeños de jardinera hasta los de sexto.
Quedamos enfrentados al público. Los nervios y el dolor de estómago. Busco a mis padres pero sólo veo la multitud.
Me toca hablar. Quedo en blanco. Varios días ensayando y en ese momento no recuerdo ni una palabra. Pánico. Las manos húmedas no dejan de apretar el papel. Luego las palabras brotan de mi boca, como si fuera un robot. Mis compañeros hacen su parte.
Volvemos a la formación. Suspiro. La última prueba del año ya había sido superada.
Después la marcha mi bandera. Salir en fila y correr en el patio. El viento en la cara, la tierra en las sandalias y la túnica nueva ya pronta para su primer lavado.
Volver a casa a pie respirando el aire a libertad y vacaciones.
En el living nos recibe el aroma de un florero rebosante de jazmines.
Ya en mi cuarto, frente al viejo espejo del aparador desarmo mis dos colitas y saco del bolsillo de la túnica el arrugado papel con las palabras para mi discurso. Con satisfacción lo tiro a la papelera. Me saco la túnica y la tiro a lavar.
Otro año más que pasa. La vida se abre camino entre fiestas de fin de cursos.
Con el tiempo ya no tenemos la túnica almidonada ni la profesora de canto.
Después en la oficina el brindis de fin de año nos trae por momentos esa sensación de libertad al salir el 31 de diciembre a mediodía.
Pero nada supera cada diciembre, el aroma de los jazmines.
Me hacen volver cada vez a aquellos días, al viejo patio de tierra, el sol picante de la primavera y la túnica nueva.