—La verdad que la imaginación de las maestras no tiene límites —bromea Inés en la mesa de almuerzo de la oficina.
Treinta y cinco años, traje negro. Morocha natural, maquillaje cargado con pestañas postizas y labios rojos. Uñas arregladas y cintillo de oro junto a la alianza.
Junto a ella almuerzan ese día Esther, Marianela y Sofía.
Esther, cincuenta y ocho años, solterona, melena con reflejos de peluquería suaves. Buzo Burma y piernas delgadas como espinas.
Marianela, treinta años, vestido corto y lacia. Sin hijos. Recién casada y ya acostumbrada a los cuentos de Inés.
—Imaginate —siguió Inés—, tengo tres hijos y cada año recibo tres artesanías que debo poner de adorno como tesoros.
—No seas así, te lo hicieron tus hijos —la rezonga Marianela. Le da un poco de lástima la ilusión de los niños en esos regalos despreciados por la madre.
—Es que no entendés nada Marianela, te falta tanto… —la sobra Inés, con su tono más complaciente—. No son creaciones libres de mis hijos, son los inventos de las maestras que obligan a hacer lo mismo a todos los niños, ¿para qué? Yo preferiría un dibujo libre pintado como quieran y no un no se qué.
—Que seguro queda como una inmundicia… —sigue Sofía, divertida con el relato—, que hasta los niños sienten que les quedó mal, porque seguro la maestra tuvo que terminar ayudándolos.
Sofía, cincuenta años, dos hijos, se distrae un rato con Inés en las catarsis de madres en el break del almuerzo. Sus hijos ya dejaron el secundario, pero esos cuentos le reviven sus épocas de reuniones de padres y días de la familia.
—Y lo peor es que después que te dan esa nueva artesanía, tenés que poner tu cara de “qué divino” —sigue Inés—, y ellos te devuelven su cara aturdida, porque no están muy convencidos de lo que te dieron.
Marianela se ríe.
—¿Y a santo de qué? —sigue Inés—. Yo digo que lo hacen las maestras para quedar bien con nosotras, las madres. Así después para el día del maestro les regalamos algo. Pero esa vez, que no sea algo artesanal, please, un vale de compra para cambiarlo por algo lindo en el shopping.
—Bueno, igual lo de las maestras es un apostolado —dice Sofía.
—Ni que hablar, por supuesto —dice Inés—. Pero habría que llegar a un acuerdo. Nosotros les seguimos regalando para setiembre pero por favor, no sigan inventando artesanías inútiles para el día de la madre y dejen que hagan un lindo dibujo y listo.
Esther se ríe. Ella no tiene hijos y no participa demasiado de esas charlas. No sabe lo que son los días de la madre y las artesanías mal hechas. Nadie la despierta de noche con fiebre o con ganas de ir al baño, como se queja Inés cada semana. A ella no le había tocado la vida compartida. Sólo el oficio público y los primos de Buenos Aires en las fiestas.
Son las dos de la tarde. Inés sigue hablando mientras cada una acomoda sus cosas. Los tuppers a la bolsa y los cubiertos a lavar. La mesa de cármica del comedor de la oficina queda desierta nuevamente.
Domingo de Mañana.
—¿Te gustó mamá? —pregunta Andrea de cuatro años. Su camisón rosa y sus pelos revueltos sobre la cama grande.
—Si, claro, me encanta —dice Inés, sonriendo, mientras mira un portalápices creado con una botella descartable cortada y decorada con papel glacé naranja.
Mira a su hija emocionada, y la niña sonríe. Son esos ojitos vivaces los que la emocionan, esa ilusión. La conexión con ese ángel que vio llegar al mundo.
Seguro en unos años ya no la miraría con esos ojos de adoración y tendría que pagarle la terapia por todos los errores que ella cometerá, como buena madre que es. Porque las madres tienen la culpa de todo parece, o por lo menos eso dicen.
Ese día olvidó todos sus discursos acerca de las manualidades del día de la madre. Las obras que acumulaba en su repisa del dormitorio, desparejas, chuecas, despegadas, le recordaban esas mañanas con los niños en su cama, besos mojados, migas en el acolchado y tarjetas dibujadas.
Esa mañana la repisa recibió tres nuevos trofeos y el desayuno en la cama terminó en inundación de jugo de naranja.
Sofía no recibió regalos. Sus niños ya grandes la invitaron a almorzar afuera.
Marianela viajó a Paysandú a ver a su madre, que la recibió con ravioles y budín de pan.
Esther pasó sola. Su madre había marchado hacía mucho. Por años la había visitado en su día con torta merengada y chocolate caliente. Esa tarde como homenaje, fue hasta la panadería del barrio y merendó la torta de merengue de siempre ,mirando la comedia.
Porque el amor de madre no muere nunca. Para todas las mamás. Para todos los hijos que les dieron el título.
Por el amor dulce de madre que todos llevamos en el corazón. Como el merengue.