SÁBADO
Sábado. Once de la mañana. El salón late al ritmo de las charlas y la música de fondo. Las luces blancas sobre los espejos. El olor del café mezclado con la acetona y el amoníaco de los preparados.
Mario pinta el pelo de Josefina con la tinta cobriza mientras Gladys le hace las manos meticulosamente.
En la silla de al lado Carmen con su cafecito, leyendo una revista de chimentos porteños.
Ana mira la calle desde su silla, absorta en el movimiento de las hojas de los árboles de la cuadra. El balanceo de las ramas por el viento, rítmico por momentos, la hipnotiza y deja su mente en blanco.
—No sabés Mario —comienza Carmen—, esta semana empezó una pareja nueva.
Levantó la vista y en el reflejo del espejo buscó la mirada de Mario.
—Mirá vos —dijo él, sin mirarla. No quiere incentivarla pero sabe que la charla es inminente.
—Imagínate, cinco años de casados y ya quieren tirar la chancleta. Sin duda que los matrimonios de ahora no son como los de antes.
Carmen cierra la revista y cruza sus delgadas piernas mientras se recuesta en el respaldo.
—Resulta que fue ella la de la idea de consultar —continuó Carmen—. Él le siguió el apunte y fue a la consulta para no agregar un problema. Pero obviamente no estaba interesado en lo más mínimo y no hizo casi aportes.
Hace una pequeña pausa para terminarse el café, ya frío, y seguir.
—Ella, casi treinta años, bastante gordita y con el pelo desarreglado. Vestida de negro como para un velorio de los años cincuenta, cuando se usaba luto. Pollera y chaqueta negra, medias de nylon negras y por supuesto, zapatos negros. Él de traje; flaco y con esa expresión en los ojos de “me las sé todas”. Bastante buen mozo te diré, y anda por los treinta y pico.
—Y vinieron con los problemas de siempre —siguió—. Las chicas se casan pensando en el príncipe azul y se despiertan un día al lado de Homero Simpson.
Todos rieron con ganas. Las carcajadas de Mario resaltaban con su tono grave.
—Te pasaste Carmencita —dijo él—. Homero Simpson, para servirle.
—Y es así —continuó Carmen—. Compran lo que ven en las películas, y después reciben un boludo que sólo quiere juntarse con sus amigos los jueves y jugar al Playstation como si tuviera doce años.
—Por Dios, voy a llorar de risa —dijo Gladys riendo—. ¡Qué horrible! Siento que me estoy riendo de la desgracia ajena.
—No te preocupes querida, es una desgracia generalizada en las nuevas generaciones —siguió Carmen—. Todos nos reímos por no llorar. Porque estos niñotes serán padres en poco tiempo, y los veremos en las reuniones de padres.
—Como dicen los viejos siempre, la juventud está perdida —dijo Mario con una sonrisa.
El pelo de Josefina estaba casi terminado. Sólo faltaban algunos detalles y después esperar a que la tinta agarrara.
Gladys ya estaba dándole la primer mano a las uñas. Un tono arena, natural, nada de colores llamativos.
—Y bueno, la primer sesión fue de catarsis —continuó Carmen—. En general es como abrir una olla de agua hirviendo y sentir el vapor. Dos personas hablando sin escuchar demasiado. Y yo siendo testigo silencioso de la lista de reproches.
—Pero de algo les habrá servido, porque sino qué sentido tiene? —dice Mario.
—Hay tantas cosas que se hacen sin sentido, ¿verdad? —agrega Carmen—. Las primeras sesiones son así. Hay que bajar hasta el fondo para poder empezar a subir hacia la luz. Muchas parejas nunca llegan a esa etapa, quedan empantanados antes. Todo depende del amor que se tengan y de las ganas de salvar la pareja.
—¡Qué bajón! Gente joven y ya con problemas —dice Gladys dando un suspiro.
—Y si querida, de eso vivo.
Todos rieron.
—Imaginen que sino tendría que buscarme otro oficio y estoy vieja para eso.
—Y sos buena en lo tuyo —la alaba Gladys.
Mario termina con Josefina y se encamina hacia Carmen. Se para detrás y le estudia el cabello con las yemas de los dedos mientras busca la mirada de ella en el espejo.
—Querida, ¿recortamos un poco? —le pregunta, casi dándolo como un hecho.
—Y si Mario, creo que vendría bien —le contesta Carmen.
—Si me autorizás te lo dejo un poco más rebajado, para que tenga más volumen —dice él.
—No estoy segura, mi amor. La última vez que te dejé rebajarme la melena quedé muy parecida a La Raulito.
Gladys rió con ganas. Se acordaba de ese día. La cara de Carmen cuando Mario terminó su corte. No hubo ruleros ni secador que pudiera acomodar esas mechas cortas. El peinado moderno, con volumen como decía él, le quedaría mejor a alguien más informal o más joven.
Carmencita había casi nacido para la melenita. Formal y prolija, como era toda su persona.
—No, definitivamente hoy no me arriesgo. Un recorte de la melena de siempre y un brushing. Los experimentos los dejamos para otro día, cuando no tenga ninguna reunión, o un día que esté muy deprimida y quiera un cambio radical.
—Está bien Carmencita. Todo como siempre —dice Mario—. A veces sos tan aburrida. Siempre todo igual.
—Me gusta pensar que soy clásica.
—¿Cómo los autos de colección? —dice Mario riendo y regalándole una guiñada.
En el fondo él disfrutaba más de experimentar con las cabezas de sus clientas. Eso de hacer siempre lo mismo le pudría, pero no quería tener problemas con Carmencita.
Era de sus mejores clientas, y de las que pagaba todo sin chistar, sin pedir fiado ni rebaja.
—Prefiero ser de colección que uno de esos autos modernos de colores que parecen un chicle ambulante. Lo clásico perdura, querido.
—Vos siempre tenés la razón —dice Mario, mientras toma la tijera y el peine fino.
—Sonás como mi marido —dice Carmen riendo—. Como siempre, tengo razón en todo.
—O eso queremos que pienses, para dejarte contenta.
Rieron de buena gana. Carmen la primera en largar la carcajada. Sabía cuánto de razón había en esas palabras.
Su matrimonio tenía los pilares sobre la certeza de saber ganar las peleas sin lucharlas.
—Pobre Roberto, pobrecito —agrega Mario riendo.
—Pobre nada, él dio el sí, ahora que aguante.
—Muy cierto —dice Gladys para participar de la charla, con una sonrisa.
Todos conocen a Roberto, y tienen la confianza que les da Carmen de poder reírse un poco de ambos.
Josefina sonreía. La charla era amena y divertida. Ella no participaba demasiado. Era más bien espectadora. Escuchaba mientras estudiaba el metódico trabajo que hacía Gladys con sus uñas.
Primero las cortaba y luego las remojaba para recortar sus durezas. Después cortaba las cutículas y las dejaba hidratadas con crema nutritiva.
Para terminar les daba una mano de protector de uñas, pintura y secante. Y esperar un rato sin tocar nada para que no se marque el esmalte.
Después Gladys enjuaga todos los utensilios y se instala con Carmen.
La rutina de las uñas comienza de nuevo. El agua tibia, la lima y el alicate.
El banco angosto y la espalda apenas encorvada. La cabeza inclinada sobre las uñas a trabajar.
Una obra de arte brillante y provisoria en extremo.
En el correr de la semana el esmalte apenas sobrevive hasta el siguiente viernes.
La satisfacción del trabajo cumplido. Vestir las manos de sus clientas para que se sientan como princesas. Los dedos suaves, las uñas prolijas y vestidas de color.
Carmen es muy detallista. En general le gusta el esmalte French, con las puntas de las uñas en blanco y el resto color arena.
El baño de parafina al final.
En ella luce más que en el resto. Sus manos no tocan artículos de limpieza desde siempre, y el auto en la puerta la protege del frío crudo de los inviernos cerca de la costa.
Los años es lo único contra lo que no tiene remedio. Las pequeñas manchas y pecas en las manos y la piel arrugadita de los dedos son inevitables. La vida pasó por esas manos.
La canilla de sus años también corrió, y las gotas siguen cayendo.
—Bueno princesa, recortemos esta melena —dice Mario.
Carmen lo mira por el espejo mientras comienza con su trabajo. La tijera baila por sus cabellos y ella espera que él cumpla su promesa de no rebajarla.
Gladys, ya inclinada, casi como en una reverencia, trabaja sobre sus dedos finos.
Josefina ojea una revista mientras su tinta toma minutos.
Ana estudia el barrio absorta en sus pensamientos.
Golpean la puerta y la empujan con fuerza.
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